lunes, 16 de enero de 2012

COTILLEO SOBRE ANTONIO SUSILLO

Texto extraido de
LA CIUDAD A TRAVÉS DE SUS PERSONAJES (II) JM para Albariza Cultura y Naturaleza
Marzo2009


ANTONIO SUSILLO.
VIDA Y LEYENDAS DE UN
ESCULTOR OLVIDADO.


Llegamos al desgraciado año de 1894 en el que, a sus 37 años, este viudo prematuro, se enamoró de María Luisa Huelin, malagueña con aires de grandeza que terminaría arruinando su vida.

Desde que lo conoció le impuso un ritmo de gastos desorbitados. Durante el noviazgo exigía frecuentes y ostentosas visitas a Málaga. Regalaba las esculturas del taller entre los amigos de su familia. Pidió reformas, que costaron 9.000 duros, en la antigua casa de los padres de Susillo, para poderla utilizar como domicilio conyugal (hoy está habilitada como hotel).


Se casaron y el viaje de bodas lo realizaron por Palestina, Egipto, Italia y otros países. La boda y el viaje costaron 4.000 duros. Eran auténticas fortunas para la época.


Tras el matrimonio, su mujer pretendía, en su delirio, rivalizar con los clientes de su marido en fiestas, lujos, viajes, etc…

Su producción artística era intensísima. Pero todo resultaba insuficiente para sostener el ritmo que imponía su mujer, que, además, lo maltrataba verbal y públicamente.


Contó Castillo Lastrucci, uno de sus jovencísimos discípulos (catorce años tendría en aquella época), que, un día, cuando salían del estudio con sus camisas manchadas después de trabajar con barro durante todo el día, la tal Huelin le increpó diciéndole: “Pensaba que me había casado con un artista y resulta que lo he hecho con un albañil”.


Antonio Susillo no pudo más.


La presión de su mujer, los problemas económicos que los conflictos en Cuba ocasionaban en las arcas del Estado y los retrasos en los pagos que, como consecuencia de ella, se producían, lo llevó a tomar la trágica decisión final, y quitarse la vida.


La mañana del 21 de diciembre de 1896, salió de su estudio y, sin quitarse la ropa de faena, se dirigió caminando hasta las vías del ferrocarril que discurrían por la zona de La Barqueta. Iba dispuesto a arrojarse al primer tren que pasara por allí. Cambió de opinión y decidió volver a su estudio para tomar una pistola. Los que lo conocían, interpretaron que dicho cambio de opinión seguro que se produjo por una cuestión estética. Por no dejar en el recuerdo, ni de su familia, ni de sus amigos y clientes el horror de su cuerpo destrozado por el tren. Así que tomó una pequeña pistola que guardaba en uno de los cajones de su escritorio y regresó al mismo lugar de donde venía. Allí, sobre las vías del tren, a la altura de La Barqueta, por donde hoy discurre la nueva calle Torneo, se descerrajó un tiro debajo de la barbilla que le atravesó la cabeza.


Desde un tren, una pareja de la Guardia Civil fue testigo de excepción del dramático suceso. Consiguieron parar el tren en el que salían de Sevilla y corrieron hasta el cuerpo, ya sin vida, de Antonio Susillo.


El juez Fernández Amaya, encargado de levantar el cadáver, encontró dos tarjetas en los bolsillos del escultor. Una iba dirigida a su mujer, estaba sin firmar, y decía así:


“Perdóname, María de mi alma. Me he convencido que mi carrera no produce lo suficiente para ganarme la vida. Adiós, mi vida”


Tremendo.
La otra tarjeta, firmada, estaba dirigida al juez y decía :


“Me mato yo; mi mujer María Luisa Huelin es mi única heredera. Antonio Susillo”


Tras su muerte surgió un gran debate sobre si debía o no debía ser enterrado en el cementerio de San Fernando.


La mayoría de la sociedad sevillana tenía claro donde debía ser enterrado, pero las normas religiosas de la época no permitían dar sepultura en tierra sagrada a suicidas.


Representantes de instituciones, como la Academia de Bellas Artes, se personaron en el Palacio Arzobispal para interceder ante el que todavía era arzobispo, Marcelo Spínola. La Infanta María Luisa, desolada, lloraba ante él, rogándole que el cuerpo de Antonio Susillo pudiera ser enterrado en el cementerio de San Fernando. Alegaron que el suicidio había sido un ataque de locura y que, por tanto, no se le debía hacer responsable del mismo.


Finalmente el Arzobispo accedió. Pudo más la bondad de este hombre, hoy beato en proceso de santificación, que las presiones de una parte del clero presente en el Palacio Arzobispal y que la norma que ha regido hasta fechas muy recientes.


Curiosamente, fue un discípulo de Susillo, Joaquín Bilbao, quien talló el relieve del sepulcro del Cardenal Marcelo Spínola que se encuentra en la Catedral de Sevilla.


Finalmente, como decía, este buen hombre, pudo recibir sepultura el día de Nochebuena de 1896, tres días después de su muerte.


El lugar elegido para enterrarlo no pudo ser más adecuado: A los pies del Cristo que él mismo había realizado por encargo del Ayuntamiento de Sevilla en 1895, un año antes de morir.


Unos meses después de su entierro, con la primavera avanzada y cuando se acercaba la fecha en la que Antonio Susillo habría celebrado su cuarenta cumpleaños, de la boca del Cristo comenzó a brotar algo extraño que, tras desbordarse por la comisura de los labios, se deslizaba por su cuerpo.


Subieron hasta la imagen unos operarios para averiguar la naturaleza de la sustancia, y, ante la sorpresa general, era miel lo que salía por la boca del Cristo .


La noticia corrió por toda Sevilla y comenzó la leyenda.


Parecía como si la imagen quisiera lanzar un mensaje de complacencia por la compañía que tenía a sus pies. Como si el Cristo a quien representaba, quisiera zanjar, de esta manera, la polémica desatada sobre la procedencia o no de recibir sepultura en un cementerio católico y, además, en un lugar tan distinguido dentro del propio cementerio.


La polémica dejó paso a la leyenda. La leyenda de un Cristo que comenzó a echar miel por la boca a los pocos meses de que enterraran a sus pies al escultor que lo creó, muerto en dramáticas circunstancias.


Desde entonces, a la imagen se le llama “Cristo de las Mieles”.


Se encontró una razón para la miel en la boca del Cristo: Unas caprichosas abejas habían construido una colmena en el interior de la boca y con los primeros calores primaverales, el bronce se recalentó y derritió la miel que, al perder consistencia, se fue derramando por el cuerpo de la imagen. Pero nadie podrá negar que no deja de ser una casualidad, digna de leyenda, que ocurriera, precisamente, al poco tiempo de que fuera enterrado a los pies de la misma, y en tan desgraciadas circunstancias, el autor de la obra.

7 comentarios:

Cristina dijo...

Terrorífica historia. Pobre Susillo. Estoy buscando los datos y no los encuentro, pero yo recuerdo que ese Cristo lo restauraron cuando yo estudiaba Bellas Artes, y antes de llevarlo al cementerio de nuevo, lo vimos de cerca.

la novia de baco dijo...

¡Me encanta que me contéis estas historias!
Una pena que el cementerio de San Fernando nos pille fuera de ruta: cambiaría un gintónic, dos martinis, tres vinos y una paradita en Zara por deleitarme con la visión del Cristo de las Mieles.

Chica Martini dijo...

No hay que cambiarlo.
Hay tiempo para todo

Anónimo dijo...

No cambies nada, ya iremos otro día a San Fernando.
La Chica Martini

Chica Martini dijo...

No cambies nada, ya iremos otro día a San Fernando

Chica Martini dijo...

Por favor, no cambies nada, ya iremos a San Fernando, hay tiempo para todo

Cristina dijo...

Eso queda para la ryta que tenemos pendiente por el cementerio. Nos quedaremos con la miel en los labios, como el Cristo, jeje (¿vendrá de ahí esa expresión... voy a investigar)