lunes, 9 de julio de 2012

COTILLEANDO A HOPPER

Me ha sorprendido la vida de Hooper y lo comparto

"Igual que ocurre con Vermeer, apenas sabemos nada de la larga vida de Edward Hopper (Nueva York, 1882-1967), y eso que contamos con biografías y estudios detallados, sobre todo la paciente biografía de Gail Levin, “Edward Hopper. An Intimate Biography” (1998). Esta biografía se basa en los diarios de Josephine Nivinson Hopper, la esposa de Hopper, a quien todo le mundo llamaba Jo y que convivió durante más de cuarenta años con el pintor.

 Mucha gente cree que Hopper llevó una vida agitada y conoció a mucha gente y quizá fue el amante de esas mujeres solitarias que aparecen en sus habitaciones de hotel. Pero no es así. La vida de Hopper careció de hechos a primera vista relevantes. Y lo que sabemos de él –que casi siempre se basa en los diarios que escribió su mujer, y que se pueden leer como los diarios que una irritada y agotada Zenobia Camprubí escribió sobre su vida con Juan Ramón Jiménez– tampoco nos ayuda a entender su arte ni su forma de pensar

Hopper no fue un personaje llamativo. Sin apenas amigos, sin haber vivido una juventud bohemia, sin ideas políticas conocidas, convencional y misógino (aunque lo recordamos sobre todo por sus figuras femeninas), vivió casi toda su vida en el mismo apartamento modesto del número 3 de Washington Square North (allí murió, en mayo de 1967, a punto de cumplir los 85 años), sin nevera ni baño, y lo que es peor, sin ascensor. A lo largo de su vida no firmó manifiestos ni protagonizó escándalos ni hechos célebres de ninguna clase. Fue un artesano casi secreto que vivió al margen de las corrientes artísticas de su época. Cuando en Europa y América todo el mundo hacía cubismo, y luego surrealismo, y luego expresionismo abstracto, y luego pop art, Hopper seguía pintando sus faros de Nueva Inglaterra y sus vías de tren y sus interiores de hotel, sólo que en sus últimos años todo eso parecía más despojado, más abstracto, más desprovisto aún de vida.

Muy pocos hombres se salvarían del juicio de su esposa (lo contrario, en cambio, sí suele ser posible), y Jo Hopper presenta a su marido como un tirano silencioso que la maltrataba de palabra y de obra. Las anotaciones de Jo están llenas de amargura y resentimiento: “En veinte años no he podido recoger ni una migaja de mi vida con Eddie”, escribió a mediados de los años 40, y en sus últimos años seguía lamentando las mismas cosas. Jo se quejaba de que nadie conocía a su famoso marido. “Su historia es puro Dostoievski”, decía en tono amenazador. Y otra vez anotó: “A veces hablar con Eddie es como arrojar una piedra a un pozo, sólo que la piedra no hace ruido cuando llega al fondo” (ese silencio es quizá el mismo silencio que aparece en los cuadros). Por los diarios de su mujer, sabemos que Hopper se pasaba la vida leyendo o pintando, y cuando no pintaba caía en largas fases de depresión y mal genio. Hopper sentía predilección por la literatura francesa. Leía a Paul Valéry y a Proust y a Gide, pero también la poesía simbolista de Baudelaire y Verlaine y Rimbaud. En cuanto a sus contemporáneos americanos, le gustaba en especial Robert Frost, pero no T.S. Eliot (“Le falta sentimiento”, decía).

El matrimonio de Jo y Edward Hopper fue un matrimonio extraño, si es que puede hablarse de algún matrimonio que no lo sea. Se casaron en 1924, cuando él tenía 42 años y era un pintor desconocido y ella tenía 41 y tenía cierto éxito como pintora (y aún era virgen, a pesar de que se había movido entre los círculos bohemios de Nueva York). Hopper era silencioso, retraído, poco sociable y monógamo. No tuvo amantes conocidas antes de casarse con Jo, con la única excepción de una señora parisina de mediana edad, Jeanne Chéruy, a la que Hopper llamaba Madame Chéruy, a pesar de que la dibujó desnuda, pero también vestida, y leyendo, y de frente, y de espaldas, y hasta dormida, aunque más bien parecía estar muerta. Esa Madame Chéruy, de la que nada se sabe aparte de esos dibujos, fue otro misterio más en la vida de Hopper.

Jo y Hopper compartían el amor a Francia y a menudo se escribían y se hablaban en francés. En su vida de ermitaños, en la que siempre estuvieron juntos, hubo de todo, complicidad y amor, pero también amargura y cólera. La suya fue una convivencia asfixiante, muy extraña, bergmaniana y hitchcockiana a la vez. Cuando pintaba, Hopper colocaba un espejo en el que podía ver cómo su mujer lo miraba pintar (una escena angustiosa que parece una versión claustrofóbica y morbosa de Las Meninas). Ella, por lo demás, controlaba por completo la obra de su marido y muchas veces le ponía el nombre a los cuadros, en contra de la opinión de Hopper. Las tensiones eran frecuentes. Jo quiso continuar con su vida de pintora, cosa que no ayudó a mejorar las cosas. Ella creía que Hopper se había apropiado de su forma de pintar y por eso había triunfado, y hay algo de verdad en esto, aunque también es verdad que Jo quiso pintar como su marido y eso contribuyó a que se eclipsara. No tuvieron hijos y Jo se refería a sus cuadros como “sus hijos no nacidos”.

En sus bodas de plata, Jo le dijo a su marido que los dos se merecían la cruz de guerra. La frase era cierta, porque en el apartamento de Washington Square –y en el estudio en Cape Cod en el que pasaban los veranos– hubo de todo, incluso violencia física. Hopper estrelló una vez a Jo contra una estantería, y en otra ocasión ella le mordió un brazo hasta que estuvo a punto de arrancarle un tendón. Los dos se odiaron y se insultaron, pero al mismo tiempo la pareja mantuvo un erotismo de alto voltaje. Jo posaba desnuda para Hopper porque el pintor no quería tener otra modelo. Cuando Jo tenía más de 60 años, Hopper la dibujó desnuda en unos carboncillos que desprenden un erotismo sorprendente. Por lo demás, Jo conocía muy bien a Hopper. Cuando su marido empezó a pintar faros en Maine y en Cape Cod, ella anotó: “Esos faros son autorretratos”. Eran faros góticos, silenciosos, remotos, igual que las vías de tren y las cafeterías y los hoteles de Hopper, esos objetos que parecen traspasados por la irrealidad, como si estuvieran deshabitados, o peor aún, como si nunca hubieran sido usados ni tocados.

Pero en la vida de Hopper y Jo también hubo amor, o algo que se parece a un vestigio de amor. Y en su último cuadro, “Dos cómicos” (1966), Hopper pintó a dos personajes de la Comedia del Arte –Pierrot y Pierrette– en un escenario, justo cuando había terminado la función y se estaban despidiendo del público. Aquellos dos personajes eran Hopper y Jo, inseparables hasta el final a pesar del resentimiento y de las peleas y los mordiscos. Al año siguiente, cuando Hopper murió, sólo ocho personas fueron a su funeral. Jo le sobrevivió un año, casi ciega e inmóvil.

Si tuviera que elegir dos cuadros de Hopper, me quedaría con dos cuadros muy parecidos. Uno es “Habitaciones junto al mar” (1951), que está inspirado por el luminoso estudio de pintura –diseñado por él mismo– que Hopper tenía en South Truro, en la península de Cape Cod. Hopper pintó ese cuadro cuando estaba a punto de cumplir 70 años, y en esa habitación vacía ya no hay faros, ni muebles, ni maletas, ni mujeres solitarias, sino tan sólo la luz casi polar y la proximidad inexplicable del mar que parece surgir de la nada. Pero esa luz todavía es carnal, tan carnal como el culo de su esposa cuando tenía 60 años y Hopper la pintaba desnuda al carboncillo. Y lo más extraño de todo es que en esa habitación hay sosiego, un sosiego casi ilimitado que llega hasta nosotros. Porque esa habitación que da al mar podría ser una tétrica premonición de la muerte, pero también podría ser una luminosa premonición de la eternidad.

El otro cuadro es “Sol en una habitación vacía” (1963). Hopper lo pintó cuando tenía ochenta años y es otro paso más hacia la metafísica y hacia el vacío. En este cuadro ya ni siquiera hay mar. Sólo hay luz que entra en sentido oblicuo y se posa en las paredes y el suelo. Es una luz que no sabemos si preserva o salva o condena, pero que todavía tiene la fuerza suficiente para entrar en la habitación desierta y arrastrarse por las paredes y por el suelo. Es una luz fatigada, ocre, funeraria, como si surgiera del subsuelo, o peor aún, como si surgiera de una dimensión que ya no pertenece a este mundo, pero esa luz todavía es luz. Y si no fuera por esa luz, ya no existiría nada más, sólo la habitación vacía, sólo la muerte.
EDWARD HOOPER. EL PINTOR DEL SILENCIO



1 comentario:

Cristina dijo...

anda, curioseando a Hooper me he encontrado que le llaman "el pintor del silencio" ¿a qué me suena a mi eso?