¿Quién se atreve a decir que sigue la moda o las modas? Casi nadie. Aceptarlo sería como afirmar que uno es un borrego. Y, sin embargo, somos borregos en menor o mayor medida. De la fashion victim a la chica que se compra una blusa mona hay un trecho, claro, como lo hay entre el tío al que no le falta detalle y el que, aun pareciendo que no se entera de nada, no se compra ya unos pantalones hasta la cintura que le marcan de manera indigna el célebre paquete. Basta mirar las fotos de hace veinte años para comprobar que, aunque no lo supiéramos, respondemos al alma de nuestra época.
Lo mismo ocurre con la literatura. A los escritores se nos quiere de la misma manera que se nos condena al olvido. Algo tienen que ver en eso los anhelos colectivos de los lectores que algunos escritores intuyen y las editoriales potencian. Hay lectores inocentes que te confiesan que les interesa la novela histórica, como si fuera una decisión personal, cuando la noticia en estos días es que a un lector no le interese la novela histórica. Los hay que detestan las modas populares pero profesan la religión de las tendencias minoritarias. Y, por supuesto, luego está la sorpresa. Ese quiebro inesperado que hace que las memorias de Mark Twain, por ejemplo, se hayan colocado en Estados Unidos en las listas de los más vendidos. Aunque Twain dejara escrito que sus memorias no podían ver la luz hasta cien años después de su muerte, hay mucho del libro que ya se conocía, pero, como escribía un crítico americano estos días, el escritor que tan apasionadamente representó el alma americana fue un genio en muchas facetas, la de orador, polemista, humorista, maestro en el habla popular de su querido Sur, pero también y en la misma medida, la de publicista de su propia obra. Cabe preguntarse si la última jugada magistral del señor Twain no fue crear este misterio en torno a sus memorias. No sería de extrañar que persona de mente tan activa hubiera preparado este golpe de efecto para su posteridad. La posteridad. Ese futuro que no nos pertenece, en el que algunos escritores piensan como si construyeran su propia estatua y otros, Twain, por ejemplo, anhelan para prolongar tras la muerte esa popularidad que le hizo feliz sin reservas. A mí me alegra que aquel defensor radical de los derechos de las mujeres, los pobres, los negros, los indios, los pueblos colonizados y los animales esté hoy en la mesa de novedades. De manera más personal, me hace feliz que el autor de dos maravillas como Huckleberry Finn o El diario de Adán y Eva siga hoy teniendo un lugar de honor en el corazón de tantos lectores. ¿Dónde quedaría mi Huckleberry Finn, aquel ejemplar de Bruguera que tantas veces leí? ¿Lo tiraría al llegar a la juventud sin pensar que algún día lo extrañaría?
El otro día, en la Feria del Libro de Guadalajara (México), tuve la fortuna de compartir mesa redonda con un hombre excepcional: José Alberto Gutiérrez, conductor de un camión de la basura en la ciudad de Bogotá. Los congregados a la mesa estábamos allí para compartir ideas sobre cómo contagiar el gusto por la lectura. Todos estábamos relacionados de una u otra manera con el oficio. Le llegó el turno a José Alberto y nos dejó mudos. Con palabras sencillas contó lo siguiente: un día, mientras hacía su recorrido habitual, vio que en el suelo alguien había dejado un ejemplar viejo de una novela de Tolstói. Se lo llevó a casa. Su señora, modista, se encargó de restaurarlo amorosamente, como quien zurce una prenda delicada. De pronto, a José Alberto se le pasó por la cabeza una idea disparatada que no dudó en poner en práctica: recogería todos los libros que encontrara a su paso. Sus colegas barrenderos le sirvieron de cómplices. Le gritaban, "¡José, libros!", y se los colocaban en el asiento de al lado. De esta manera, el camionero José ha recogido más de doce millones de volúmenes, volúmenes que han pasado por las manos primorosas de su señora para ser ordenados en la biblioteca en perfecto estado. En un primer momento, colocaron los libros en la planta de abajo de su casa. Allí empezaron a acudir mujeres y niños de ese barrio pobre en el que vive José. Más tarde, cuando ya los libros no cabían, el camionero consiguió tres locales más. A estas alturas tiene montadas tres bibliotecas. Nos enseñó fotos en las que se veía a las criaturas sentadas en sillas chicas escuchando un cuento. José nunca olvidó los cuentos que le leía su madre por la noche. Para él, contó, poner libros en las manos de niños es un trabajo preventivo contra un destino que parece estar ya escrito en la vida de los pobres. "Es la primera vez que tomo un vuelo", dijo, "la primera vez que cuento ante un público lo que hago y me siento muy agradecido". Entonces, arreció un aplauso que duró un buen rato. Los maestros y educadores que acudían a la charla se pusieron de pie. A algunos se les saltaban las lágrimas. Muchos trabajan en zonas dejadas de la mano de Dios. Todos nos sentimos conmovidos por este rescatador de libros, de posteridades. De Tolstói a ese Twain que tantas veces habrá acabado en la basura. Todos esos cuentos que se tiran cuando los niños crecen, porque ocupan espacio o llegan otras modas. Modas que creemos no seguir. Porque, ¿quién acepta su lado borrego?
Lo mismo ocurre con la literatura. A los escritores se nos quiere de la misma manera que se nos condena al olvido. Algo tienen que ver en eso los anhelos colectivos de los lectores que algunos escritores intuyen y las editoriales potencian. Hay lectores inocentes que te confiesan que les interesa la novela histórica, como si fuera una decisión personal, cuando la noticia en estos días es que a un lector no le interese la novela histórica. Los hay que detestan las modas populares pero profesan la religión de las tendencias minoritarias. Y, por supuesto, luego está la sorpresa. Ese quiebro inesperado que hace que las memorias de Mark Twain, por ejemplo, se hayan colocado en Estados Unidos en las listas de los más vendidos. Aunque Twain dejara escrito que sus memorias no podían ver la luz hasta cien años después de su muerte, hay mucho del libro que ya se conocía, pero, como escribía un crítico americano estos días, el escritor que tan apasionadamente representó el alma americana fue un genio en muchas facetas, la de orador, polemista, humorista, maestro en el habla popular de su querido Sur, pero también y en la misma medida, la de publicista de su propia obra. Cabe preguntarse si la última jugada magistral del señor Twain no fue crear este misterio en torno a sus memorias. No sería de extrañar que persona de mente tan activa hubiera preparado este golpe de efecto para su posteridad. La posteridad. Ese futuro que no nos pertenece, en el que algunos escritores piensan como si construyeran su propia estatua y otros, Twain, por ejemplo, anhelan para prolongar tras la muerte esa popularidad que le hizo feliz sin reservas. A mí me alegra que aquel defensor radical de los derechos de las mujeres, los pobres, los negros, los indios, los pueblos colonizados y los animales esté hoy en la mesa de novedades. De manera más personal, me hace feliz que el autor de dos maravillas como Huckleberry Finn o El diario de Adán y Eva siga hoy teniendo un lugar de honor en el corazón de tantos lectores. ¿Dónde quedaría mi Huckleberry Finn, aquel ejemplar de Bruguera que tantas veces leí? ¿Lo tiraría al llegar a la juventud sin pensar que algún día lo extrañaría?
El otro día, en la Feria del Libro de Guadalajara (México), tuve la fortuna de compartir mesa redonda con un hombre excepcional: José Alberto Gutiérrez, conductor de un camión de la basura en la ciudad de Bogotá. Los congregados a la mesa estábamos allí para compartir ideas sobre cómo contagiar el gusto por la lectura. Todos estábamos relacionados de una u otra manera con el oficio. Le llegó el turno a José Alberto y nos dejó mudos. Con palabras sencillas contó lo siguiente: un día, mientras hacía su recorrido habitual, vio que en el suelo alguien había dejado un ejemplar viejo de una novela de Tolstói. Se lo llevó a casa. Su señora, modista, se encargó de restaurarlo amorosamente, como quien zurce una prenda delicada. De pronto, a José Alberto se le pasó por la cabeza una idea disparatada que no dudó en poner en práctica: recogería todos los libros que encontrara a su paso. Sus colegas barrenderos le sirvieron de cómplices. Le gritaban, "¡José, libros!", y se los colocaban en el asiento de al lado. De esta manera, el camionero José ha recogido más de doce millones de volúmenes, volúmenes que han pasado por las manos primorosas de su señora para ser ordenados en la biblioteca en perfecto estado. En un primer momento, colocaron los libros en la planta de abajo de su casa. Allí empezaron a acudir mujeres y niños de ese barrio pobre en el que vive José. Más tarde, cuando ya los libros no cabían, el camionero consiguió tres locales más. A estas alturas tiene montadas tres bibliotecas. Nos enseñó fotos en las que se veía a las criaturas sentadas en sillas chicas escuchando un cuento. José nunca olvidó los cuentos que le leía su madre por la noche. Para él, contó, poner libros en las manos de niños es un trabajo preventivo contra un destino que parece estar ya escrito en la vida de los pobres. "Es la primera vez que tomo un vuelo", dijo, "la primera vez que cuento ante un público lo que hago y me siento muy agradecido". Entonces, arreció un aplauso que duró un buen rato. Los maestros y educadores que acudían a la charla se pusieron de pie. A algunos se les saltaban las lágrimas. Muchos trabajan en zonas dejadas de la mano de Dios. Todos nos sentimos conmovidos por este rescatador de libros, de posteridades. De Tolstói a ese Twain que tantas veces habrá acabado en la basura. Todos esos cuentos que se tiran cuando los niños crecen, porque ocupan espacio o llegan otras modas. Modas que creemos no seguir. Porque, ¿quién acepta su lado borrego?
2 comentarios:
Qué historia más emocionante. Libros que abren los ojos de los niños, cuando estaban predestinados a ser basura. Gente como José Alberto hace que recuoperemos la fe en la humanidad. No hace falta tener dinero para crear grandes proyectos. Con una mente abierta y un gran corazón basta y sobra. Gracias, María, no lo había leído, aunque Eli me lo contó ayer.
Mi aplauso y admiración para este hombre y su obra.
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