martes, 10 de agosto de 2010

ME GUSTÓ Y LO COMPARTO

MEMORIAS Y ANHELOS DE UN MARCADOR DE PÁGINAS.
Autor: Carlos Otero Couto.
Publicado en "Relatos de verán" en la Voz de Galicia del día 10/8/2010.

Las filigranas de mi talladura apenas son ya visibles, y las vetas originales de mi madera han perdido el barniz que antaño tenían. Estoy desgastado y viejo; pero he vivido lo mío. Desde el día que abandoné la librería del viejo Karel en pleno centro de Praga no he dejado de visitar las entrañas de incontables libros.

Recuerdo bien que me inicié hace ya tiempo en un clásico de Verne, y que al poco de volver de su viaje submarino hube de seguir los pasos del capitán Ahab a bordo del Pequod.
Durante años viví intensamente entre novelas de acción, aventuras de Dumas y narraciones fantásticas como La historia interminable o la interminable historia de El Señor de los Anillos. Lloré con el Corazón de D'Amicis y con Oliver Twist, y compartí el miedo infantil de una niña llamada Ana Frank, a cuya casa de Ámsterdam viajé años más tarde inserto entre las páginas de una edición renovada de los ochenta.

Luego llegaron los cuentos de Poe y Maupassant, y un viejo Hemingway me enseñó en La Habana el mar de sus sueños de pescador. Y junto a tantos otros, me abrigué entre risas con capítulos de El Quijote y con el verbo audaz de un genio llamado Quevedo.

He paseado por los callejones de El Cairo respirando los aromas y las esencias descritas por Mahfuz.

Viví el París de Flaubert y me emocioné en un vagón camino de Roma con las últimas páginas de La sonrisa etrusca. Recorrí el Madrid de los Austrias de la mano de un cartagenero que fue pintor de batallas, y en el eco de una fuente de la Alhambra, creí escuchar la voz de un Boabdil atormentado que lloraba su Granada en un texto de Gala.

Conozco Davos Platz porque viví largo tiempo en el interior de una Montaña Mágica, y he cumplido años siguiendo los pasos de autores consagrados como Cela, Saramago, Delibes o Gabo.
He rivalizado en mi labor con tarjetas de embarque, calendarios, tickets de metro y de tren e incluso con billetes de algún país lejano cuyo nombre nunca pude descifrar.

He trasnochado y he sufrido el calor y la incomodidad de viajar apretado en los bolsillos de una mochila. Pero nada hay como vivir arropado en un lecho de papel y palabras. Solo una cosa pido: no acabar mis días enterrado en la oscuridad de un ejemplar perdido en el último estante de su biblioteca.