Ocho sorgiñas se
dejaron ver el pasado miércoles por los aledaños de la calle Feria. Iban al encuentro de un lugar mágico para emular el
bosque de Elizondo que describe Dolores Redondo en su libro. Cruzaron de nuevo el
portón de La Imprenta y se dejaron seducir
por el ruido del agua y la vegetación, sintiéndose aisladas y
protegidas.
El primer comentario de Ángela marcó el tono del encuentro y
les hizo sentir que estaban en terreno conocido:
“James, el americano, no puede ser
tan perfecto: no existen hombres así; yo estaba convencida de que él era
el asesino”.
Y el patio se llenó de voces:
“En el segundo libro se va a descubrir que la madre anda
por ahí suelta”.
“Sí, pegando bocados a diestro y siniestro”.
“El hijo de Amaya ya habrá nacido”.
¡No, aun estará embarazada!
Tras varios conjuros y
unas cuantas cervecitas, dejaron de elucubrar sobre la segunda parte y pasaron a
comentar El Guardián Invisible. La mayoría estuvo de acuerdo en que el libro
engancha, cumpliendo su cometido de literatura de evasión. Todas lo habían leído del
tirón. Y no hay ninguna objeción a la
forma. Unas hicieron alusión a cómo la autora presenta un tipo de sociedad
matriarcal y otras alabaron el costumbrismo literario, que refleja usos y
costumbres del Baztán. Tiene mucho peso el punto de vista femenino aportado por la
escritora.
Las más críticas apuntaron que la autora abusa de los
adjetivos y que la obra parece un producto
de laboratorio con todos los ingredientes necesarios para generar un best-seller;
pero, eso sí, la chiquilla tiene mérito y escribe bien.
En cuanto a que la
obra esté planteada como una trilogía, hubo opiniones variadas, aunque al
final estuvieron todas de acuerdo en que
no tiene nada de malo y que hay muchos y
muy buenos libros publicados en varios tomos.
Como consideraron que había unos cuantos cabos sueltos
intencionados, pasaron de nuevo a tratar
de averiguar lo que sucedería en la segunda entrega. Amaya no es hija de su
padre; Flora se va a la costa del Sol con la duquesa de Alba; el americano se
lía con la tía Engracia y le come el Chinchingorri (aquí es cuando apareció un
guardián invisible en la cena y se llevó el vino).
Durante unos momentos hablaron de la vida misma. Y de la
muerte (Pililebe les contó la
trayectoria de Elisabeth Kübler Ross), de las
expectativas no cumplidas, la crisis… y del
planteamiento de marcharse del país como una digna y dolorosa salida. No pudieron evitar un
estremecimiento; pareció como si una belagile se hubiera acercado a curiosear
dejando tras de sí una gélida neblina…
A continuación, pasaron a las propuestas:
Pilar: El anarquista que se llamaba como yo, de Pablo Martín
Sánchez.
Elena y Mª del Mar: El gran Gatsby, de Scott Fitzgerald.
Marga: La maleta, de Sergei Dovlátov.
Cristina: Delicioso suicidio en grupo, de Arto Paasilinna.
Ángela: Una música constante, de Vikram Seth.
María Norte: Adorables criaturas, de Dolores Payas y Rapsodia
Gourmet, de Muriel Barbery.
Rocío recomendó hojear un libro sobre el arte moderno: ¿Qué
estáis mirando? de Will Gompertz.
El ganador fue “El gran Gatsby”. Como en junio celebrarán su
6º aniversario, decidieron quedar el viernes 21 al mediodía e ir por la tarde al
cine para ver la última película basada en el libro.
Se levantaron apresuradamente, el tiempo del hechizo llegaba
a su fin.
Salí detrás de ellas. No pude evitar una sonrisa ante la
perplejidad de Ricardo al ver pasar mi descomunal sombra frente a la barra. Me lo imagino con el mismo desconcierto intentando descifrar el origen de la estela de pelos de oso que dejé por todo el patio.
Minutos después, era yo
el que estaba sorprendido: junto a las ocho sorgiñas, se intuían dos presencias
no por desdibujadas menos poderosas… ¿las Maris?