



Y un vídeo donde Fernando nos explica su obra:
Ya sabéis de mi debilidad por muchos de los artículos de Juan José Millás. Comparto con vosotras/os (estoy ensayando para cuando seamos asociación) algunos de los últimos, y os recomiendo visitar su web, en la que acabo de entrar. El “Bienvenidos” me encanta, así como los anticuentos que he leído. En cuanto vea otras pestañas, como la de sus poemas, os mantendré al día: voy a declararle autor del mes.
Si en los días anteriores a la consumación de la reforma laboral Rajoy predicaba de ella que sería amplia, profunda y equilibrada, una vez perpetrada ha dado en calificarla de justa, buena y necesaria. La tríada adjetival es la vaselina destinada a reducir los desgarros que la violación ha comenzado a provocar en el cuerpo social. ¿Que por qué siempre tres adjetivos y no uno o dos? Por una cuestión de ritmo, desde luego, pero también por un problema de carácter técnico con la verdad. Si hubiera afirmado de la reforma que era justa, y solo justa, siendo tan obvio su desafuero, éste habría resultado aún más evidente. Podría haber dicho solo que era buena, pero quizá se habría puesto rojo de vergüenza ante una mentira tan palmaria. De haberse quedado en que era necesaria, muchos nos habríamos preguntado para quién. Recitando que era justa, buena y necesaria construía una letanía en la que lo que se escuchaba, más que su significado, era su sonido, su cadencia, su música (su sonido, su cadencia, su música, ¿verdad que suena bien?). Pura trampa retórica al servicio de ocultar la basura. Observen la diferencia con De Guindos cuando se limitó a calificarla de extremadamente agresiva. Frente a la verdad, la retórica desaparece. Nada de tríadas que pudieran confundir o despistar. Podría haber dicho que era extremadamente agresiva, extremadamente belicosa y extremadamente pendenciera, pero la carga adjetival habría puesto en guardia a su interlocutor (¿de qué me quiere convencer?). Algo extremadamente agresivo es algo extremadamente agresivo y punto, al modo en que un cuchillo corta o no corta. Reparen también en el ejemplo de Rosell, el jefe de la patronal, cuando le dijo a su segundo que se aguantara la risa ante las cámaras. No le dijo aguántate la risa, reprime la alegría y disimula el contento. Entendemos por qué.
Te mueres si haces cuentas, mejor no saber. Así, de entrada, fíjate, está el recibo de la luz, el del teléfono, el del agua, el recibo del gas, el de la comunidad de vecinos, el de la hipoteca, también el impuesto sobre bienes inmuebles, sobre la recogida de residuos urbanos, por no hablar del IVA de la carne, del de las verduras, del de los pañales del niño, por no hablar del IVA de la puta leche, y no te olvides de la letra del televisor, del coche a plazos, de la aspiradora a plazos, del ordenador chungo a plazos.
Te levantas de la cama, enciendes la lámpara de la habitación y ya está el contador dando vueltas dentro de la caja como una idea obsesiva dentro de la cabeza. Abres luego el grifo del agua y destapas el tubo del dentífrico para cepillarte los dientes, y sin haber puesto el pie todavía al pasillo has arrojado 30 céntimos por el sumidero del lavabo, como si en lugar de limpiarte las muelas las echaras. No hablemos de la espuma de afeitar ni del gel de baño ni del champú con acondicionador. El champú con acondicionador, fuera, sale más barato el anticaspa. Pero no tenemos caspa, dice ella. Como si la tuviéramos, dice él, y en cuanto al pasillo, desde hoy, a oscuras, lo conocemos de memoria. Pero a mí me da miedo, dice ella, por las apariciones.
¿Y quién se te aparece?, dice él. Tu madre, dice ella, la he visto dos veces en camisón corto, me hace un gesto así con la mano, como pidiéndome que me acerque para enseñarme una herida. Pues a mí se me aparece Ángela Merkel, dice él, y me echa el aliento en las narices. ¿A qué huele el aliento de Ángela Merkel?, dice ella. A chucrut podrido, dice él. Será que tiene caries, dice ella. Será, dice él, pero sigamos con las cuentas, a ver por dónde recortamos. ¿Y si nos liamos un porro y vemos una peli? dice ella. Vale, concluye él, pero el champú, anticaspa.
El problema con el conductor suicida no es que se mate él, es que mate a una familia que va tranquilamente a Cuenca en su Skoda Octavia respetando todas las señales de tráfico. No sabemos cuántos huesos se rompió Zapatero (parece que ninguno) aquel día de mayo de 2010 en el que se puso a conducir, contra su propio código, a 200 por hora. Pero a nosotros, sus votantes, nos reventó literalmente. ¿Dónde va ese loco?, decíamos mientras él hacía señas de que éramos nosotros quienes conducíamos en la dirección equivocada. Lo malo de estas conductas indeseables es que provocan enseguida imitadores. Ahí tienen ahora a Rajoy saltándose todos los stops y cedas el paso que había jurado respetar, y con los mismos argumentos que su antecesor: el de escuchar voces que le impelen a tomar las direcciones prohibidas de la autopista. Las voces obligaron a Zapatero a ciscarse en su programa como obligan a Rajoy a cagarse en el suyo. Lo raro es que las voces que escuchan los políticos son siempre de derechas, al modo en que las órdenes que escucha los locos son siempre las de matar. Si no lo hacemos, dicen, nos obligarán a hacerlo. ¿Quiénes?, preguntamos. ¿Las mafias financieras, los especuladores bursátiles, los pistoleros de los unos y de los otros, quizá el mismo Dios? Tanto nos da. Un político que oye voces debería dimitir, convocar elecciones y volver a presentarse con el programa de las voces. Eso sería lo decente, pero la decencia, en La Moncloa, dura menos que un porro a la puerta de un instituto. Algún beneficio personal obtendrán, aparte del de salvar a la patria, que tampoco, porque la patria era la familia que iba a Cuenca en el Skoda Octavia. En poco menos de un año, entre unos y otros, han convertido la política en un burdel. Gracias, querida Narbona, por decirnos lo que ya sabíamos. Pero llega un poco tarde. A quién creer.
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